The Last Act

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El feminismo y yo

Por: Sofía Bellizzia

Soy una mujer que nació y creció en una ciudad extremadamente machista, misógina y violenta. Reproduje muchas de estas prácticas y dañé a muchas mujeres en el camino. Sin embargo, hacia finales del 2018 comencé a involucrarme en el feminismo (siempre muy de lejitos). Leía una que otra cosa y siempre me encendió esa chispa, pero confieso que me daba un miedo absurdo asumirme como feminista. Ese miedo venía, principalmente, de los prejuicios alrededor de esta palabra y el linchamiento sistemático hacia las feministas.

Gabriela fue una de mis principales referentes. Ver a una mujer de la ciudad en la que crecí que se reconocía como feminista me permitió abrirme al tema, investigar más. Ella no le tenía miedo al qué dirán y era muy firme con cada frase que salía de su boca. Gabriela me dio fuerza. Esa fuerza fue la que, a inicios del 2019, me permitió reconocerme como feminista e involucrarme directamente con el movimiento.

Los primeros meses fueron color de rosa, solo vi en mí crecimiento, valentía y una mentalidad abierta al aprendizaje constante que ser feminista implica. Mis compañeras de la Universidad Nacional me ayudaron mucho esos meses, me enseñaron con amor y, sin saberlo, me guiaron constantemente a ser mejor. Son unas mujeres increíbles en todo lo que hacen y no pude estar mejor rodeada para comenzar en este mundo.

Luego, con el cambio de Universidad fue mucho más difícil todo. Sufrí muchas violencias basadas en género que me dejaron extremadamente marcada. Y, al ser nueva en la Universidad, no supe cómo proceder, ni a quién acudir. No tenía amigas ni una red de apoyo sólida con la que pudiera contar. Tuve que enfrentarme sola al patriarcado representado en el nulo acompañamiento y empatía de las distintas instituciones supuestamente sensibles y disponibles para tratar las violencias basadas en género. Viví en carne propia la ineficiencia del sistema, la revictimización y el sin sabor que queda al sobrevivir al patriarcado.

Estas experiencias fueron suficientes para radicalizarme. Una se vuelve –o termina de volver- feminista con su propia experiencia. No tenemos que irnos muy lejos para vislumbrar las cicatrices del patriarcado. Todas, de distintas maneras, lo hemos sobrevivido.

El feminismo me salvó. Me hizo cambiar mi visión del mundo. Convertí mi rabia en lucha, amor y esperanza. Transformé mis sentires en resistencia, con el único objetivo de que ninguna mujer sobre la faz de la tierra volviera a sufrir violencia solo por ser mujeres. Revolucioné mi forma de relacionarme fortaleciendo comunicaciones fluidas y lazos sólidos, porque sé que solo en comunidad se lograrán cambios. Cambié –y sigo cambiando- actitudes que han sido violentas con las mujeres de mi entorno, mi forma de hablar de ellas y distintos comportamientos mediante los cuales las herí con y sin querer. Todo esto que, de otra forma (sin el feminismo), no habría hecho me han permitido percibirme de distintas maneras, perdonarme, reconciliarme conmigo y sanar.

El feminismo me desmintió los estigmas que se habían creado alrededor de la amistad entre las mujeres. Me dio la capacidad de abrirme a tener amistades de una forma única que no conocía y que me cambió totalmente la vida. Son mis amigas las que me salvan a diario y me dan ánimos para seguir. Con ellas he conocido la amistad, basada en la confianza, la solidaridad, el amor, el apoyo y cuidado mutuo, y me ayudan a diario a ser mejor.

No obstante, no todo es color de rosa –ojalá lo fuera-. El feminismo me ha dado alas, pero también es un constante baldado de agua fría. El feminismo atraviesa mi vida –y la de todas las feministas-. No es una lucha que dé en las redes o en las marchas y por fuera de ellas la dejo a un lado. No es un atuendo que me pueda quitar y poner cuando quiera. No es un trabajo al que voy y cuando llego a casa me desentiendo. El feminismo es trasversal a todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida, como lo es a su vez el patriarcado. Y no es fácil. Hacerle frente al patriarcado no es fácil. Percatarnos de las violencias que hemos vivido y, muchas veces, normalizado, no es fácil. Reconocer que los que nos rodean reproducen discursos violentos y misóginos no es fácil. Entrar a reflexionar sobre las distintas relaciones sexoafectivas que se han tenido y cómo nos lastimaron y afectaron no es fácil. Analizar todo desde el feminismo y ver cómo el patriarcado atraviesa absolutamente todos los ámbitos sociales, políticos, culturales y ‘privados’ de nuestras vidas es frustrante y difícil.

Sin contar el costo social que ser feminista conlleva en cada uno de los espacios que concurrimos. Ser, en la cena familiar, la cansona con la que no se puede hablar porque comienza con su feminismo. Ser el “qué fastidio” en las aulas por proponer análisis de los temas desde el género. Ser la feminazi con los ‘amigos’ por apoyar los grafitis, el escrache y la revuelta social. Ser la misándrica porque no nos importa no centrar nuestra lucha y discurso en los hombres. Ser la puta porque no nos importa la reputación. Ser la aguafiestas porque no nos parecen chistosos los ‘memes’ que reproducen actitudes violentas, misóginas y machistas. Ser la tediosa con los amigos por resaltarles sus actitudes machistas. Ser la mala amiga por alejarnos de abusadores. Y un largo etcétera.

Incluso los mismos debates –muy necesarios- dentro del feminismo abruman. Repetimos y repetimos. A veces me siento más dispersa que unida. Más parte de nada que de todo. Pero miro atrás y veo lo que he construido, sola y de la mano con mis amigas, y me llena de emoción. No quisiera volver a mi vida sin feminismo. No cambiaría toda esta lucha llena de momentos y personas gratificantes por volver a ser la malparida de antes.

El feminismo no viene con carné que podamos devolver. Una vez nos damos cuenta de cómo el patriarcado, de la mano con el capitalismo, son trasversales a todo y comenzamos a identificar violencias –de nuestro pasado, de nuestro presente, en la vida de nuestras amigas, mamás, tías, en las películas, etc- no hay vuelta atrás. No hay forma de olvidarnos de cómo nos ha permeado y nos seguirá permeando hasta que se acabe.

Ser feminista es desgastante. Y nos llega a afectar física y psicológicamente. Por un lado, las que somos activistas visibles del feminismo recibimos constantes amenazas por serlo. Con comentarios como ‘ojalá la violen’, ‘ojalá la maten’, ‘toca que le echen ácido’ o ‘hay que ponerla en su lugar’. Por otro lado, y sin desligarme del punto anterior, cada uno de los comentarios y amenazas querámoslo o no, nos afectan (en distinta medida) a nivel emocional. No es sencillo dejar pasar por alto una sentencia del calibre de ‘toca que le echen ácido’. Nos inquieta, nos trasnocha emocionalmente. No quisiera morir en las manos de un macho, no quisiera que mi vida fuera arrebatada así, pero si eso pasara sé que mis amigas lo romperían todo por mí. Y estaría bien. Digna rabia.

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